La Fe Católica

Libro: El Hermano de Asís – Padre Ignacio Larrañaga

El Hermano de Asís - Padre Ignacio LarrañagaBellísima biografía de San Francisco de Asís, la que nos trae en este libro el padre Ignacio Larrañaga. Desde la primera hasta la última página no puedes dejarlo. Gracias a la amena literatura, te sientes como un compañero de camino del mismo San Francisco, desde antes de su conversión hasta sus ultimos minutos de vida, pasando por mil aventuras, algunas cómicas otras trágicas, pero todas con el amor de Dios a flor de piel. El contraste entre el mundo del Pobrecillo de Asís, y nuestro mundo luce abismal, sin embargo al pasar de las paginas vamos sintiendo que nosotros mismos somos capaces de lograr las maravillas que logró el Padre de los Franciscanos.

Por favor descarga una copia o cómprala en papel, te aseguro que no te arrepentirás. A continuación vemos un fragmento del libro:

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El cardenal, en su fuero íntimo, estaba de acuerdo cien por cien con los ideales de Francisco. Pero, conociendo los entretelones de las curias romanas, tenía miedo de que la solicitud de Francisco fuera denegada, y quería preparle anímicamente para evitarle una profunda frustración.

—Sería terrible —pensaba- que este nuevo profeta emprendiera también la vía de la contestación.

—Además —continuó el cardenal—, ya sabes lo que pasa, y eso es historia humana a todos los niveles (y no sólo en los palacios y curias). Para emprender una empresa grande y original (o para aprobarla, en el caso presente) siempre hay más razones para dejar de hacer que para hacer. Tenemos miedo a lo incierto y desconocido; y preferimos la seguridad de lo conocido a la incertidumbre de lo desconocido. A toda costa queremos evitar el fracaso. Después de todo eso, y por todo eso, te propongo una solución: ¿Por qué no incorporarte a una austera Orden religiosa que tenga las características de la vida que queréis vivir? ¿Qué te parece, hijo mío?

El poder de la debilidad.

Hubo un silencio prolongado, pero no angustioso. El Pobre de Dios miraba al suelo. No era la primera vez que le hacían esta proposición ni sería la última. Al cabo de un momento volvió a repetir con voz apagada y gran naturalidad: Demasiado temerario.

—No tenemos nada comenzó hablando con calma—. No tenemos estudios ni preparación intelectual. No tenemos casas ni propiedades. Nos faltan influencias políticas. Nos falta base para ser recomendados. No podemos impresionar porque no ofrecemos palpables utilidades apostólicas ni eficacias sonoras. Parecemos una extraña Orden de la Santa Ignorancia y de la Santa Impotencia.

La intensidad de su voz fue en un crescendo acelerado.

—No podemos -continuó- ofrecer a la Iglesia universidades para formar combatientes para defensa de la verdad. No disponemos de un escuadrón bien compacto de dialécticos para confundir a los albigenses. No tenemos amplios recintos monásticos para cobijar a los hombres que quieran consagrarse a Dios. No tenemos nada, no podemos nada, no valemos nada.

Y en esto, llegado al clímax más agudo, el Pobre de Dios se puso de pie, levantó los brazos y la voz, y añadió:

—Justamente por eso, porque somos impotentes y débiles como el Crucificado, porque hemos llegado al paralelo total de la inutilidad y de la inservibilidad como Cristo en la cruz, por eso el Omnipotente revestirá de omnipotencia nuestra impotencia. Desde nuestra inutilidad el Todopoderoso sacará las energías inmortales de redención; y por medio de nosotros, indignos, inútiles, ignorantes y pecadores, quedará patentizado ante la faz del mundo entero que no salvan la ciencia, el poder o la organización, sino sólo nuestro Dios y Salvador. Será la victoria de nuestro Dios y no de la diplomacia.

El cardenal se levantó sin decir nada y se retiró para que Francisco no lo viera con lágrimas en los ojos. Desde regiones olvidadas le habían renacido antiguos ideales dormidos hace tiempo. Volvió a entrar en el despacho y le dijo:

—Francisco de Asís, ve a la capilla y reza.

Él, por su parte, tomó la carroza cardenalicia y velozmente se fue a los palacios lateranenses.

Pidió audiencia papal con carácter urgente.

—Santo Padre —le dijo el cardenal—. Dios es testigo de cuán sinceramente hemos luchado en estos años por la santidad de la Iglesia. Hemos esperado un enviado del Señor para restaurar ruinas y resucitar muertos. Ha llegado el esperado, Santo Padre. Bendito sea Dios. He observado su vida y he escrutado su alma. Es un varón forjado en la montaña de las bienaventuranzas, y sus cuerdas vibran al unísono con las de Cristo.

El Pontífice se alegró visiblemente con esa noticia, y ordenó que se suspendieran las audiencias del día siguiente: que compareciera el tal varón evangélico con sus compañeros, y que asistieran también los cardenales a la reunión.

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